Siempre creí en fantasmas, en especial cuando se apagaban las luces de casa y me quedaba en penumbras a la espera de que algún fulano aforme me sujetara por los pies y de un breve espanto saliera corriendo de mi cama con todo y calcetines puestos. Bueno, al menos eso pensaba cuando niño; mejor dicho, aún lo sigo creyendo.
No es para menos cuando los muebles truenan, se oyen arrastrar sillas o se perciben pequeños golpecitos en ventanas y puertas. Es más, si en plena noche una que otra figura se ve pasar sin explicación contundente, hasta la sangre es capaz de congelarse por la impresión.
Con el paso del tiempo fui descubriendo que los muebles truenan por efecto natural de la dilatación térmica, las sillas cambiaban de lugar porque a ‘Peluche’ le gustaba echarse debajo de la mesa y, obviamente, pasaba a traerse cualquier cosa que encontrara en su camino, y que los golpes en ventanas eran causados por el aire que se azotaba, aunque por aquellos días ni explicado con manzanas y peras hubiera servido, porque aprendí que el miedo no anda en burro.
En verdad era una pesadilla, literalmente hablando, la hora de dormir; me quedaba despierto con los ojos bien pelados, bajo unas cobijas que hacían cosquillas y de las que de vez en cuando levantaba la testa para confirmar que seguía solito sin descarnados a mi lado queriendo picarme la panza.
Para evitarme esos atisbos de temor me escapaba del cuarto a gatas y veía televisión con mis tías en un sillón que lograba enterrar sus resortes en las más cuidadas pompas. Pero existían ventajas en tan arriesgado asunto; una vez dormido ponían mi cara en la almohada que más he querido y salvaba, por ahora, la madrugada anterior.
Sé que hay traumas que se superan rápido pero en lo que me respecta no fue hasta los 18, apenas iniciado en la universidad, cuando en los ratos de ‘estudio’ nocturno, se me ocurría fumar detrás de la cortina de la sala con la mano extendida hacia una ventana para que el olor no se estancara; al regresar con mi lectura de la Poética de Aristóteles fui testigo de una verdadera aparición, más real que las chinguiñas matutinas.
Mientras escribía en una Olivetti sobre una mesa extensa de madera, al voltear a la cocina, ahí estaba, inseparable, flotando frente a mí, una mujer vestida de negro que usaba sombrero con todo y velo. Se me heló todo lo que se podía congelar y el corazón latió con tal intensidad que de no ser por la nicotina que acababa de ingerir, seguramente no estaría contando estas cosas. La cabeza me dolía y las sienes brincaban como si quisieran jugar volados conmigo incluido; todo daba vueltas. Es más, olvidé que traía puestos mis lentes, mismos que salieron disparados hacia cualquier lugar.
En tanto esa figura continuaba con su paso normal, como si caminara, volteé a un reloj con forma de cafetera conteniendo lágrimas, espasmos y uno que otro grito que se hundía más abajo del vientre. Traté de recuperar el aliento amargo como perro y expliqué racionalmente las posibilidades de lo que sucedía; desde el cansancio, vista agotada, el café que acababa de tomar o las enchiladas verdes de la comida, pero nada satisfacía el miedo que tenía, en serio, nada.
Me levanté de la silla, quité la hoja en blanco de la máquina de escribir, apagué las luces de la sala y me dispuse a dormir… ¡Sí, dormir! ¿En verdad se puede hacerlo después de ver ‘eso’? Pues claro que no. Me quedé en suspenso el resto de la semana aún con el temor de que un buen día a esta ‘mujer’ se le ocurriera visitarme de nuevo cuando no lo esperara.
Al final no sucedió y todo fue un breve espanto nocturno del que no puedo hacerme a un lado. Cuando lo conté a propios y varios extraños la mayoría lo tomó como una soberana broma, tres carcajadas hasta cincuenta vacilaciones por descubrir la veracidad de mi relato.
Cada vez que camino de noche por la casa y el viento chifla en las ventanas, prefiero alumbrarme con la luz del celular no para saber dónde piso, sino para evitar sorpresas como ésta, ya que el corazón, cabeza y vientre no son los mismos de años atrás y en una de tantas un sustito así no lo cuento ni a bola de… buenas intenciones…
rubricailegible@ymail.com
No es para menos cuando los muebles truenan, se oyen arrastrar sillas o se perciben pequeños golpecitos en ventanas y puertas. Es más, si en plena noche una que otra figura se ve pasar sin explicación contundente, hasta la sangre es capaz de congelarse por la impresión.
Con el paso del tiempo fui descubriendo que los muebles truenan por efecto natural de la dilatación térmica, las sillas cambiaban de lugar porque a ‘Peluche’ le gustaba echarse debajo de la mesa y, obviamente, pasaba a traerse cualquier cosa que encontrara en su camino, y que los golpes en ventanas eran causados por el aire que se azotaba, aunque por aquellos días ni explicado con manzanas y peras hubiera servido, porque aprendí que el miedo no anda en burro.
En verdad era una pesadilla, literalmente hablando, la hora de dormir; me quedaba despierto con los ojos bien pelados, bajo unas cobijas que hacían cosquillas y de las que de vez en cuando levantaba la testa para confirmar que seguía solito sin descarnados a mi lado queriendo picarme la panza.
Para evitarme esos atisbos de temor me escapaba del cuarto a gatas y veía televisión con mis tías en un sillón que lograba enterrar sus resortes en las más cuidadas pompas. Pero existían ventajas en tan arriesgado asunto; una vez dormido ponían mi cara en la almohada que más he querido y salvaba, por ahora, la madrugada anterior.
Sé que hay traumas que se superan rápido pero en lo que me respecta no fue hasta los 18, apenas iniciado en la universidad, cuando en los ratos de ‘estudio’ nocturno, se me ocurría fumar detrás de la cortina de la sala con la mano extendida hacia una ventana para que el olor no se estancara; al regresar con mi lectura de la Poética de Aristóteles fui testigo de una verdadera aparición, más real que las chinguiñas matutinas.
Mientras escribía en una Olivetti sobre una mesa extensa de madera, al voltear a la cocina, ahí estaba, inseparable, flotando frente a mí, una mujer vestida de negro que usaba sombrero con todo y velo. Se me heló todo lo que se podía congelar y el corazón latió con tal intensidad que de no ser por la nicotina que acababa de ingerir, seguramente no estaría contando estas cosas. La cabeza me dolía y las sienes brincaban como si quisieran jugar volados conmigo incluido; todo daba vueltas. Es más, olvidé que traía puestos mis lentes, mismos que salieron disparados hacia cualquier lugar.
En tanto esa figura continuaba con su paso normal, como si caminara, volteé a un reloj con forma de cafetera conteniendo lágrimas, espasmos y uno que otro grito que se hundía más abajo del vientre. Traté de recuperar el aliento amargo como perro y expliqué racionalmente las posibilidades de lo que sucedía; desde el cansancio, vista agotada, el café que acababa de tomar o las enchiladas verdes de la comida, pero nada satisfacía el miedo que tenía, en serio, nada.
Me levanté de la silla, quité la hoja en blanco de la máquina de escribir, apagué las luces de la sala y me dispuse a dormir… ¡Sí, dormir! ¿En verdad se puede hacerlo después de ver ‘eso’? Pues claro que no. Me quedé en suspenso el resto de la semana aún con el temor de que un buen día a esta ‘mujer’ se le ocurriera visitarme de nuevo cuando no lo esperara.
Al final no sucedió y todo fue un breve espanto nocturno del que no puedo hacerme a un lado. Cuando lo conté a propios y varios extraños la mayoría lo tomó como una soberana broma, tres carcajadas hasta cincuenta vacilaciones por descubrir la veracidad de mi relato.
Cada vez que camino de noche por la casa y el viento chifla en las ventanas, prefiero alumbrarme con la luz del celular no para saber dónde piso, sino para evitar sorpresas como ésta, ya que el corazón, cabeza y vientre no son los mismos de años atrás y en una de tantas un sustito así no lo cuento ni a bola de… buenas intenciones…
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